Ana Carrasco Conde - La limpidez
del mal
por José Carlos Ibarra Cuchillo
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Es digno de lástima que dispongamos de tan
poca bibliografía schellinguiana en español. Pero si al lector hispanohablante
ávido por conocer a Schelling pueda fastidiarle –con razón, si se nos permite añadir–
no encontrarse con el abultado saco de textos con que se tropieza a cada paso
el saturado lector de Hegel, también es cierto, por otra parte, que esto abre
un inopinado espacio de oportunidades; el erial schellinguiano es, pues, tierra
fértil y de conquista, mientras que el hegeliano, por contra, se parece más a
una ciudad estrecha, asfixiada y sin horizonte donde se levantan diariamente
edificios que pasan a estorbar a los contiguos.
La obra de Ana Carrasco Conde viene
a clavar su bandera allí lejos, en tierra nueva, y además es el texto en
español más original, sesudo y necesario sobre el pensamiento de Schelling que
se ha escrito en los últimos años. Y no porque sea, casi, el único texto que ha
visto la luz últimamente. Es que por méritos propios ha conseguido que, ahora,
la sola idea de ver aparecer otro texto con similares pretensiones resulte
redundante. La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de F. W.
J. Schelling es más que un ensayo acerca de la cuestión del mal y su historicidad;
para sorpresa de quien abra sus páginas, es además una estupenda síntesis de
todo el pensamiento de Schelling, pues, apoyándose en la polémica tesis de que
no existen en su trayectoria intelectual etapas separadas e independientes,
cubre la totalidad de sus propuestas teóricas con una suficiencia y erudición
inauditas en el ámbito de investigación en español del filósofo alemán.
Una persona optimista diría que el
ser está relacionado con el mal en tan escasa medida como lo está su propia
intencionalidad de herir a alguien. ¿Por qué iba él, se preguntaría, a querer
lastimar a otro sin un pretexto, sin un despliegue de motivos que justificasen
ante su conciencia y el mundo el acto violento? Pues lo mismo el ser. El ser es
una fuerza positiva, es voluntad de querer-ser; es, adoptando el famoso término
empleado por Bergson, el rastro de creación que deja tras de sí el élan vital,
y todo lo demás es o bien ignorancia o bien ausencia de escrúpulos –límites,
diríamos–. Sin embargo, este no es el parecer que comparte Schelling con
nosotros en su obra Investigaciones sobre la esencia de la libertad humana y
los objetos con ella relacionados (1809). Pero antes de adentrarnos en ella de
la mano de Conde, conviene lanzar una advertencia que no gustará a todos, que
incluso sonará a chirrido si llega a oídos de ciertos filósofos pretendidamente
realistas, a saber: que la argumentación sobre el mal se hace en estricta clave
metafísica. No entran aquí, por tanto, las cuestiones, por otra parte tan
pertinentes, sociales, económicas o psicológicas de la génesis y actualidad del
mal. Esto, como decimos, puede causar cierta desilusión entre las mentes más
arraigadas en lo concreto. Pero como oí en alguna parte: «No es posible
explicar la realidad sin un sustento metafísico, aunque este se halle
implícito». Veamos qué pueda decirnos sobre esta controvertida cuestión un
filósofo que pensó y vivió hace más de 200 años.
Schelling niega una premisa que
salvo honrosas excepciones todos los filósofos interesados por la cuestión del
mal han atesorado como una constante ética, esto es, que el mal es, siguiendo
aquí todos ellos a Sócrates, una privación del conocimiento; ignorancia, en
definitiva. El mal es una falta, una negatividad. Schelling no sólo lo niega,
antes bien, lo entiende como una potencia superior de cambio, como una fuerza
positiva que, veremos, tiene el mismo estatuto ontológico que el bien y aun,
quizá, depende de cómo se mire, uno mayor.
Puede orientarnos el hecho de que Schelling se encuentre aquí siguiendo las
pistas que Fichte ha dejado en esa filosofía suya que dice que el Yo se pone a
sí mismo; tanto lo bueno como lo malo, por tanto.
Schelling es metafísico porque
deduce lo real de un principio ulterior. De hecho, al decir de Meillassoux, el
pensamiento metafísico consiste fundamentalmente en esto, en hacer depender la cadena
de causas de un eslabón incondicionado. Pero Schelling no es un metafísico en
sentido aristotélico. El absoluto schellinguiano no traslada su fuerza motriz a
un universo que por él, y sólo por él, se pone en movimiento. No lo anima por
contacto. Su absoluto es, si miramos el contexto en que apareció, ciertamente
original, porque pone sus miras en un concepto de todo punto extraño y novedoso:
lo inconsciente, la voluntad, el ansia. Ya Jacobi había jugueteado con esta
idea de lo inconsciente (das Unbewussten), pero se había quedado ahí, en tímido
juego. Será Schelling quien recoja su testigo y lo eleve a concepto primero de
su filosofía, afirmando que tanto el sujeto como el objeto son el trasunto, que
no el efecto, de un ansia (Sehnsucht) de ser divino. Hace de dios, pues, algo
así como una Voluntad de ser-algo. Una Nada que en su virtual omnisciencia
decide, quién sabe por qué –¿por el aguijoneo del ansia nada más? – conocerse,
y al hacerlo, hacer de su fondo vacío un devenir de representaciones que la
conciencia humana designará luego como lo real y de la cual emergerá la
historia.
El mundo, no obstante, no es lo
mismo que el absoluto. He aquí el meollo del asunto. El mundo es, como bien
constata Conde ya en las primeras páginas del ensayo, un «absoluto derivado».
¿Qué entiende Schelling por este término? Que el mundo es el todo y sin embargo
no es todo. Luego, ¿qué queda fuera de la ecuación? Algo –¿algo? – que ni
siquiera rinde cuentas ante ese dios curioso: el fundamento que hace posible
que llegue a ser. Schelling distingue entre dos términos que a un juicio suspicaz
no debería parecerle sino una distinción aparente y retórica: el fundamento del
ser y el ser mismo. Pero, veamos, ¿por qué íbamos a distinguir entre el ser y
su fundamento, si en el ser ya reconocemos un predicado de existencia
necesario? El ser es fundamento de sí mismo. ¿Por qué esta diferencia? Porque
una cosa es este dios en devenir, el ser, y otra muy distinta aquello, para entendernos
aquí, contra lo que es, su fundamento. En el Parménides de Platón se expresa
muy claramente que el Uno, por ser eso mismo, es indistinguible de sí mismo.
Por algo es Uno y no lo Múltiple. Luego, ¿cómo haría el absoluto, lo más
independiente, lo más sólo-él-mismo, para volverse espectador de sí y de este
modo generar en su seno algo así como una exterioridad? Con ayuda de algo que
no es él en tanto que inmanente, pero sí que es él en tanto que absoluto. En la
indiferencia, el absoluto se contiene a sí mismo, incluido el fundamento de su
ser, pero en el trasiego de su creación, es como si hubiese frente a él una
exterioridad que le permite no-ser-él y, por tanto, no-ser ya- el-Bien. En esta
formulación asoma ya tímidamente el mal, y por consiguiente podemos olfatear –y
sólo olfatear, pues para entender del todo hay que leer el libro– en qué
sentido Schelling equipara el mal al bien.
Si lo real, con su devenir todo, es
Sehnsucht, hay que matizar no obstante que no se conoce en individuo alguno
salvo en la mujer y el hombre. En ellos es cómo el absoluto, curvándose sobre
sí, se re-conoce. Como bien indica Conde, el devenir es Geschichte y no
Historie; y lo es porque la historia la hacen los espíritus y sus hechos, y no
la mera encadenación de causas (Ursache) y efectos a la manera mecánica. Pero
si nosotros somos esa ansia de conocerse encarnado, y hemos dicho que la exteriorización
divina se acomete contra un fundamento que, por un momento, parece extrínseco a
su naturaleza absoluta, ¿cuál es nuestra parte de fundamento, la que nos pertoca?
¿Cuál es, en cuanto que individuos, seres humanos, conciencias, nuestra
particular exterioridad? Dejemos que hable la autora:
Para Schelling, el
fundamento, que acompaña siempre a la conciencia, no es por tanto algo que
quede atrás o, más propiamente, abajo, sino que es constitutivo y como tal
permanece indisolublemente unido a la conciencia en todos y cada uno de sus
momentos. No puede ser eliminado, suprimido o superado (aufgehoben), sino tan
solo sometido (überwunden).
¿De qué fundamento habla aquí? De
lo que atrae a la conciencia al recogimiento de sí y a la desaparición en lo
absoluto. Y no será esta apocatástasis sino aquello contra lo que se rebelará
Dios y a partir del cual se tornará él mismo una revelación para-sí y en-sí. El
individuo escindido, a semejanza de Dios, comparte, pues, su ansia; su ansia de
ser-algo, es decir, de alcanzar la mismidad (Selbstheit).
Pero alcanzar lo que se es un
movimiento contra algo. Es algo que cuesta y que demanda sacrificio. Ser es ser
contra algo. Dios y cada conciencia corren en este momento el riesgo de hacer
el mal. A la manera de la divinidad, la mujer y el hombre, que comparten el
ansia fundacional, ven aparecer su mismidad a partir de la sed de
reconocimiento de sí, que no puede entenderse sino como un doble movimiento en
cuya matriz se inscriben dos tiempos, a saber: primero lo que permanece-en-sí y
genera una retracción y segundo lo que sale-fuera-de-sí y genera una proyección
hacia afuera. Pero estos dos tiempos, cabe matizar, no son consecutivos, sino
que mantienen una insobornable alternancia. Para Schelling, según lo que
acabamos de decir, el mal es entonces lo que resulta de que el individuo abrace
en exclusiva su fundamento, esto es, lo que le hace ser lo que es, y con ello
retenga la luz expansiva que se deriva de la voluntad divina de ser-unidad. De
aquí derivará Schelling un egoísmo ontológico ínsito al espíritu humano, que es
a todas luces malo toda vez que el fundamento es no-ser y no-ente y en la
retención del fundamento desplaza a lo ente en el marco de la realidad efectiva.
El mal es el reemplazo de lo ente (Seyende) por lo no-ente (Nichtseyende), lo
cual altera el orden natural expansivo. En dicha situación el espíritu, para Schelling,
y aquí está inspirado por su colega Franz von Baader, dejará de irradiar desde
su centro y se desplazará a la periferia. Querrá serlo todo, amarse sólo a sí
mismo –excluyendo todo lo demás–, y esto tendrá como consecuencia un
encapsulamiento del ni sus divinos, una interrupción de su querer ser; o, dicho
hegelianamente, la aparición de una contradicción aparentemente indisoluble. Y
decimos aparentemente porque Schelling se las va a ingeniar para superarla con
éxito, y tendrá que ver con que el mal tenga el mismo estatuto ontológico que
el bien; pero, eso sí, para descubrirlo tenéis que comprar y leer ese tesoro
que damos en llamar La limpidez del mal. El mal y la historia en la filosofía de
F. W. J. Schelling.